Una mentira deslizada por la rendija de una puerta sellada con resentimiento, cerrada por el odio infinito a la traición cometida. Un pequeño espacio de luz que deja pasar las palabras escritas del perdón, las palabras que estorban en la mente inquieta del maestro del engaño. Nadie la recibe. El papel se queda en el piso, intacto y sin desvanecerse con los años.
Unos pasos afilados lo rosan pero escapan al notar que lleva un nombre escrito, un nombre casi indescifrable, un nombre antiguo, perpetuo, vano. La puerta no se abrirá, el maestro se retira, triste, viejo, cansado, sin rumbo.
Anna.
Se lee casi a medias. Pero Anna no está, corrió hace años por los pasillos del recinto y desapareció con el ocaso, se fue con el otoño y se llevó el color de la casa, ahora todo es lúgubre, todo es rancio. Se fue porque el maestro le confesó su única verdad, lo único que en su vida era real. Y eso era su incapacidad de amarla, a ella y a cualquiera. Su imposibilidad de ver con el corazón y no con los ojos. Ella lo amó desde el momento en que lo vio y pensó que su amor alcanzaría para los dos. Pero el maestro no quería que amen por él, él quería amar, amarla, a ella o a otra, pero no podía.
Triste.