Cuando todo ha pasado y la calma es propicia, ensordeces el sosiego que indispuesto reaviva la tormenta. No encuentras consuelo frente a la desgracia y arrebatas con locura tus tristes días. Escuchas rumores que dicen que te olvidaste del ayer, que olvidaste cantar y que las mariposas de tu mente ya no revolotean.
Las hojas caen con el otoñal suspiro de tu desesperación. El sol se oculta mas temprano y tu vuelves a tus aposentos, desdichada, contrita y sin sueños. De vez en cuando se te ocurre correr por los campos del deseo, navegas por las olas del ensueño para despertar de golpe, aturdida y con vergüenza de tu desnudez.
Justo en ese momento aparece la culpa, la indeseable culpa, la casi inconsciente pero perturbadora culpa, la vivaz causante de un frenesí inexplicable, la absurda razón de tu felicidad oculta. Te dice que calles, que no expreses, que escondas en tus ojos oceánicos aquel motivo que aún te mantiene viva.
No pierdas el tiempo argumentando la necedad humana en tus noches de insomnio pues en tu mente sabes que nada cambiará, como sabes también que nada debió cambiar. Como seguro también has concluido que la realidad es absurda para algunos.
Cuando todo ha pasado ya, vuelves por la senda del silencio, todo alrededor se calma y enterneces nuevamente, generas confianza y enfrentas tus días con los míos. Todo desaparece y yo sigo frente a ti incólume pero desahuciado, buscando tu mirada donde sé que no la voy a encontrar.