Kassandra es una artista. Pinta con una sensibilidad increible, me ha mostrado sus creaciones con un entusiasmo enternecedor, paisajes al óleo, animales salvajes, rostros de expresión indefinible, monas lisas peruanas y una infinidad de colores combinados con pasión y esfuerzo.
Kassandra tiene todo lo que le gusta en una mujer a David y lo sabe. Esa mirada desconcertante y distraida, las manos finas y blancas, casi transparentes pues puede contar el número de venas que corren por cada dedo y la piel lisa y tan pálida que da la impresión que una enfermedad está acabando con ella.
Pero sin lugar a dudas, lo que mas le gusta a David, es la genuina extravagancia de Kassandra, esa indiferencia ante las normas sociales y el insolente desacato a la formalidad que es a la vez y en algunos casos, chocante para David, no por falta de respeto sino por la sorpresa que le genera.
Es del oriente, de verdaderos ancestros japoneses, de actitud taciturna y a veces contrariada por alguna nimiedad. Camina de aquí para alla con pasos cortos y mirando al piso, pero cuando pinta su mirada es infinita, perdida y sus manos se convierten en armas que desolan las almas inquietas.
Se ha rapado la mitad de la cabeza y la otra tiene el pelo hirsuto, en puntas pero con una caida suave y dócil. Tiene ojos pequeños y oscuros, casi negros, las mejillas blancas y la nariz pequeña y redonda. La frente se le arruga de vez en cuando y los labios nunca se los pinta pero el rosado de su boca es de catálogo.
El otro día le enseñó a David un texto que lo dejó perplejo, no por el mensaje sino por la calidad y el orden de las palabras que en ese papel había, era una prosa pequeña pero infinitamente tierna y con palabras tan precisas que le dio verguenza, a David, mostrarle la última página de su blog, no había duda que Kassandra era la mujer que siempre soñó que llegaría, la mujer con la que podía conversar horas y horas sin saber que pasaron solo minutos. David sabe eso, Kassandra no, pero debe saberlo.