Repito, no puedo
dejar de pensar en tus ojos, grandes y fijos, como luces de un semáforo, como
estrellas a punto de estallar. No permitiré que salgan de mi mente, porque no
quiero, no quiero perderlos. En ellos están mi voluntad, mis deseos más oscuros,
mis íntimas locuras, mis pensamientos disolutos. Tus parpadeos acompañan el
pálpito de mi cansado y confundido corazón, son cafés, muy redondos, casi
amables, tan sensibles y firmes que podrían crear un universo entero, son como
una suerte de abismo sin fondo, insondables escondites de lo prohibido, y yo
caí; caí y no quiero salir.
Cuando sonríes tus
ojos también sonríen, se llenan de un brillo que hace temblar todo, hasta mi
existencia, una existencia que se desvive por ese abrir y cerrar constante, impreciso
y ajeno, pues aquellos soldados victoriosos, aquellos ojos de la tarde, me
pertenecen pero no son míos.
A veces recuerdo
vagamente el principio de la locura en la que estuvimos envueltos, cuando empecé
a perder la lucidez por ellos, tus ojos, me atraían sin darme cuenta, me
mirabas y yo te miraba, en silencio, en la misa, en tu casa, en el parque,
tácitamente ellos me llamaban, ellos me buscaban para absorber mi mundo, mis
sueños y mis dudas, mis pequeños ojos, bueno eso dicen, mis pequeños orificios
no resistían. Observarte con el rabillo del ojo era mi pasatiempo favorito, y
allí entendí que nadie que conozca puede mirarme como tú lo hiciste, ningún par
de ojos tienen comparación con los cristales que posees y que están causando mi
locura.
¿Te acuerdas de Neruda?
“distante y dolorosa como si hubieras muerto” como sus poemas, ellos siempre me
acercaban a ti y me conducían hacia senderos confusos, como los sonetos que te
decía al oído, en donde luego de vagar por derroteros olvidados, deslumbrado
por lo que se iba a convertir en recuerdos intemporales, llego al iris luminoso
de tu memoria, paseo por tus pupilas de primavera con flores recortadas en la
mano de un mozo enamorado y me quedo contemplando el mundo a través de ellos,
frente al mar, de noche y abrazados ¡ya quisiera! Pero no está mal pensarlo así.
Soñarlo así.
¿Por qué? Una
pregunta muy razonable, ¿por qué tuve que fijarme en ellos? No lo sé, ¿por qué
sigo pensando en ella? No, lo sé. ¿Por qué no puedo dejar de verla? Ni yo mismo
podría dar respuesta. Quisiera escribir una al menos, pues hoy he descubierto
todas y porque hay una sola, son sus ojos, sus ojos me tienen
así, estoy seguro de que si no fueran tan bellos como son, no estaría
escribiendo esto. No concibo su rostro sin pupilas que se enciendan cuando me
mira, no es por mí, son por ellos mismos, ellos tienen vida propia, son
independientes, porque estoy seguro de que si ella pudiera los hubiera alejado
de mí, pero ellos me miran y se vuelven autónomos, ellos no quieren irse,
porque tienen un esclavo sometido a sus parpadeos involuntarios ¡malditos
músculos oculares! ¡Grandiosos tormentos movedizos! Por favor nunca se alejen
de mí, Vero, no me prives de la luz, acércate a mí y mírame como solo tú sabes
hacerlo.
No sé en qué fecha escribí esto, debe haber sido por el 2002
o 2003, sin embargo estoy seguro del lugar donde lo escribí, fue en un atardecer
en nuestro parque del malecón frente al mar, ese lugar que he visitado
varias veces, sin ti pero contigo, y fue
antes de que llegaras, pues acostumbraba a estar ahí una hora antes solo para
esperarte y verte llegar abrazando tu cartera y mirando a ratos al piso, en
esos momentos escribía mientras fumaba uno que otro cigarro y guardaba todo en
mi mochila Porta azul para tener las manos libres y abrazarte.
Y a propósito del texto y de tu afirmación “el Alvarito de
aquel tiempo”, pues, ese era yo y el de ahora también, con mas y sin menos,
exactamente igual de distinto, ni tan poco, ni mucho menos, solo yo, el mismo
de nunca. Y aunque lo quieras negar, también eres tú, mi Princesa, de piedras,
de ojos inmensos, pues nunca te sacaste la corona, solo la ocultas, tratas de
mentirte a ti misma pero sabes dentro de ti que sigo vivo, que sigues viva, tan
real como esa tarde de verano en la playa mientras yo te cargaba en mi espalda
para que no toques el piso lleno de piedrecitas ardientes que hincaban tus pies
y nuestros pensamientos disolutos.