jueves, 16 de julio de 2020

Los Ojos de la tarde


Repito, no puedo dejar de pensar en tus ojos, grandes y fijos, como luces de un semáforo, como estrellas a punto de estallar. No permitiré que salgan de mi mente, porque no quiero, no quiero perderlos. En ellos están mi voluntad, mis deseos más oscuros, mis íntimas locuras, mis pensamientos disolutos. Tus parpadeos acompañan el pálpito de mi cansado y confundido corazón, son cafés, muy redondos, casi amables, tan sensibles y firmes que podrían crear un universo entero, son como una suerte de abismo sin fondo, insondables escondites de lo prohibido, y yo caí; caí y no quiero salir.

Cuando sonríes tus ojos también sonríen, se llenan de un brillo que hace temblar todo, hasta mi existencia, una existencia que se desvive por ese abrir y cerrar constante, impreciso y ajeno, pues aquellos soldados victoriosos, aquellos ojos de la tarde, me pertenecen pero no son míos.

A veces recuerdo vagamente el principio de la locura en la que estuvimos envueltos, cuando empecé a perder la lucidez por ellos, tus ojos, me atraían sin darme cuenta, me mirabas y yo te miraba, en silencio, en la misa, en tu casa, en el parque, tácitamente ellos me llamaban, ellos me buscaban para absorber mi mundo, mis sueños y mis dudas, mis pequeños ojos, bueno eso dicen, mis pequeños orificios no resistían. Observarte con el rabillo del ojo era mi pasatiempo favorito, y allí entendí que nadie que conozca puede mirarme como tú lo hiciste, ningún par de ojos tienen comparación con los cristales que posees y que están causando mi locura.

¿Te acuerdas de Neruda? “distante y dolorosa como si hubieras muerto” como sus poemas, ellos siempre me acercaban a ti y me conducían hacia senderos confusos, como los sonetos que te decía al oído, en donde luego de vagar por derroteros olvidados, deslumbrado por lo que se iba a convertir en recuerdos intemporales, llego al iris luminoso de tu memoria, paseo por tus pupilas de primavera con flores recortadas en la mano de un mozo enamorado y me quedo contemplando el mundo a través de ellos, frente al mar, de noche y abrazados ¡ya quisiera! Pero no está mal pensarlo así. Soñarlo así.

¿Por qué? Una pregunta muy razonable, ¿por qué tuve que fijarme en ellos? No lo sé, ¿por qué sigo pensando en ella? No, lo sé. ¿Por qué no puedo dejar de verla? Ni yo mismo podría dar respuesta. Quisiera escribir una al menos, pues hoy he descubierto todas y porque hay una sola, son sus ojos, sus ojos me tienen así, estoy seguro de que si no fueran tan bellos como son, no estaría escribiendo esto. No concibo su rostro sin pupilas que se enciendan cuando me mira, no es por mí, son por ellos mismos, ellos tienen vida propia, son independientes, porque estoy seguro de que si ella pudiera los hubiera alejado de mí, pero ellos me miran y se vuelven autónomos, ellos no quieren irse, porque tienen un esclavo sometido a sus parpadeos involuntarios ¡malditos músculos oculares! ¡Grandiosos tormentos movedizos! Por favor nunca se alejen de mí, Vero, no me prives de la luz, acércate a mí y mírame como solo tú sabes hacerlo.




No sé en qué fecha escribí esto, debe haber sido por el 2002 o 2003, sin embargo estoy seguro del lugar donde lo escribí, fue en un atardecer en nuestro parque del malecón frente al mar, ese lugar que he visitado varias  veces, sin ti pero contigo, y fue antes de que llegaras, pues acostumbraba a estar ahí una hora antes solo para esperarte y verte llegar abrazando tu cartera y mirando a ratos al piso, en esos momentos escribía mientras fumaba uno que otro cigarro y guardaba todo en mi mochila Porta azul para tener las manos libres y abrazarte.


Y a propósito del texto y de tu afirmación “el Alvarito de aquel tiempo”, pues, ese era yo y el de ahora también, con mas y sin menos, exactamente igual de distinto, ni tan poco, ni mucho menos, solo yo, el mismo de nunca. Y aunque lo quieras negar, también eres tú, mi Princesa, de piedras, de ojos inmensos, pues nunca te sacaste la corona, solo la ocultas, tratas de mentirte a ti misma pero sabes dentro de ti que sigo vivo, que sigues viva, tan real como esa tarde de verano en la playa mientras yo te cargaba en mi espalda para que no toques el piso lleno de piedrecitas ardientes que hincaban tus pies y nuestros pensamientos disolutos.