sábado, 7 de agosto de 2010

El Bastardo Voluntario


Mi viejo tiene la mirada perdida y triste. Sus pasos lentos aún no raspan el suelo pero de seguro están cansados, cuando llega a casa encuentra la soledad que generó su enfermedad y a la vez el refugio que lo aisló durante toda mi vida. Soy su hijo desde que tengo uso de razón y desde ese día renegué de serlo.

Mi viejo trabajó desde que tuvo 8 años, sabe hablar quechua y español. Aprendió a tomar licor en su adolescencia, cuando trabajaba de estibador en el mercado de "La Parada". Desde siempre odié los viernes, sábados y domingos porque él venía ebrio y me avergonzaba verlo así. También me avergonzaba que mis amigos me molesten diciéndome "ahí viene tu viejo borracho".

Mi viejo tiene un nombre raro, portugués creo, se llama Floreano, su segundo nombre es Lázaro. Me da verguenza el padre que tuve, hasta sus nombres, cuando la profesora Tina preguntaba en el colegio ¿Cómo se llama tu papá? yo me quedaba callado y en realidad no lo supe hasta que tuve 14 años, edad en la que los recuerdos se quedan en el corazón.

Mi viejo se fue de la casa tantas veces como lo echó mi familia y siempre regresaba arrepentido y con promesas de cambio y rehabilitación. Muchas veces aceptó que estaba enfermo de alcoholismo y eso era mucho para él y para mis hermanas que corrían a sus brazos. Yo veía el licor con tanto espanto que siempre me preguntaba ¿Todas las familias serán así? Que fea familia. Estaba listo para escapar.

Mi viejo golpeó tantas veces a mi madre, por eso es la persona que más he odiado en el mundo, que digo el mundo, el universo, si tuviera un enemigo él sería ideal. Golpeó a mis hermanas, golpeó a mi hermano, me golpeó a mi. Cada golpe moldeó mi corazón y el de mi hermano que ahora muestra indiferencia ante su presencia, hasta lástima.

Mi viejo trabajó por muchos años vendiendo alcachofas en San Isidro, las gringas pagan buen precio le oí decir alguna vez, no supo ahorrar, malgastaba el dinero en licor y las peleas que tenía y tiene con mi madre son por  dinero. Increiblemente mi madre ahorraba hasta el último céntimo y con eso construyó un hogar, mi viejo dice que esa casa es suya, que él también aportó, puede ser, pero será la casa porque el hogar nunca le perteneció, nunca fui su familia, nunca fui su hijo. Muchas veces sentía que sin él todo pudo ser mejor y estoy seguro que mis hermanos también lo pensaron, pero nunca lo dijeron. Yo tampoco.

Mi viejo tenía sermones asombrosos, mejores consejos que el Dalai Lama, sabía cómo vivir la vida, siempre lo escuché obligatoriamente, sus consejos me parecían mejores que los versículos de la biblia, pero no soportaba el aliento a rata muerta de su boca. Tampoco soportaba que nunca recordara sus propios consejos. De aquello, solo recuerdo la hediondez y el dolor que su mano de borracho ejercía en mi cuello.

Mi viejo fue el gran ausente de mi vida. Siempre lo necesité y nunca estuvo. Ahora está pero ya no lo necesito. Lamento no tener sentimientos hacia él. Lamento recordarlo como lo recuerdo y lamento no tener que buscarlo como un hijo busca a un padre.