La mujer que observé el día que llegué, se llama Manuela. Es alcohólica hace veinte años, tiene un hijo que la trajo aquí pero que luego la abandonó. Pertenece a la mafia. Cada fin de semana un enfermero le trae en una botella plástica el licor que ella esconde hasta la noche. De madrugada el enfermero pide su paga y Manuela extasiada por el licor y la soledad, lo acoge con desprecio y en silencio.
En estos días he necesitado el licor más que nunca, los calmantes que me dan para controlar la adicción controlan mi cuerpo, me hacen sentir cansado pero mi mente sigue en busca de un trago, tomo agua y la aborresco, mentalmente estoy desesperado, a veces siento que las pastillas no surten efecto pero cuando quiero correr a buscar en algún rincón o almacen las fuerzas no me dan. Mi cuerpo es pesado, casi aletargado, como un peresozo, lo único que puedo hacer es pensar, mirar y escuchar.
Manuela toma una vez a la semana y parece que a eso se ha acostumbrado. Todos los días de la semana se comporta como una persona normal, realiza las actividades que nos indican los enfermeros y luce tranquila. Cose, teje, borda y cocina como una ama de casa, pero en las noches se siente como yo. Busca con la mirada desesperada, mira hacia todos los lugares para encontrar alguna botella que milagrosamente tenga licor. En una de esas noches la encontré frente a su puerta cerrada con candado gigante y me preguntó si tenía algo de tomar, logicamente no aceptaría agua pero me ofrecí a traerle una botella del baño. -estúpido- me dijo y con voz trémula me contó parte de su vida.
Cuando me miro al espejo del baño veo a un hombre acabado, sin ganas, no se si será efecto de las pastillas o es mi realidad pero no me gusta lo que veo. No recuerdo haber tenido sueños ni metas pero ayer que estube de buen ánimo me puse a pensar en que pasaría si verdaderamente me recupero. Aunque nunca fui muy sociable, creo que Manuela me debe una conversación asi que deberá escuchar mi nuevo sueño.